Anecdotario: mundiales de fútbol y momentos que recuerdo desde 1994

El fútbol siempre ha estado ahí, entretejido en los momentos clave de mi vida, aunque no me considero un fanático tradicional. No sigo cada partido, ni estoy al tanto de cada liga, pero los mundiales tienen algo especial. Cada cuatro años, esa magia se despierta y transforma mi rutina en algo diferente, casi ritual. Este anecdotario no es sobre goles o estadísticas, sino sobre cómo los mundiales han estado presentes en mi vida, marcando etapas, despertando emociones, y creando recuerdos que van más allá del deporte.

Estados Unidos 1994: El calendario del poder

Tenía apenas seis años y mi mundo aún estaba lleno de descubrimientos. Mis recuerdos de aquel mundial no están ligados a grandes jugadas o nombres de estrellas del fútbol, sino a algo mucho más sencillo, pero igual de poderoso para un niño de mi edad: un pequeño calendario de bolsillo con la imagen de “Striker”, la mascota del mundial. Lo conseguí en Expocentro, un día en que mi papá y mi hermano me llevaron a ver una exposición. Ese calendario era todo para mí.

No entendía bien qué era un mundial. Para mí, el fútbol era solo algo que pasaba en la televisión y que mi papá disfrutaba. Pero ese calendario me cambió la perspectiva. De alguna manera, ese pequeño objeto me hizo sentir conectado con algo más grande. Empecé a anotar resultados inventados, a predecir ganadores y a imaginarme los partidos como si yo fuera parte de ellos. Aunque no entendía del todo lo que sucedía en la cancha, me emocionaba con cada marcador que anotaba.

Era mi forma de darle un orden al mundo, de sentir que tenía el control de algo. No me importaba si Romario o Bebeto estaban haciendo historia, lo que importaba era que yo estaba creando la mía. Ese calendario me hizo sentir poderoso, capaz de decidir cómo terminaban los juegos. Es un recuerdo que atesoro porque marcó mi primer acercamiento al fútbol, no desde lo deportivo, sino desde la imaginación.

1998: La Croacia que me hizo hinchar por los que vienen de abajo

Llegamos a Francia 1998. Ya tenía 10 años, más estatura y más memoria, pero menos horas de sueño. Ver partidos a las 2 o 3 de la mañana era casi imposible para un niño en Honduras. Sin embargo, hubo una historia que me marcó profundamente: Croacia.

Una selección joven, de una nación recién independizada en 1991 tras la disolución de Yugoslavia, llegó a competir con fuerza. Con Davor Šuker, Goran Vlaović y compañía, se metieron en semifinales en su primer Mundial. Eran el “underdog”, el que nadie veía venir. Y yo, que nunca he sido un seguidor apasionado del fútbol, me enamoré de su estilo, de su lucha, de su historia.

Ahí descubrí algo de mí: no quería ser el héroe, quería apoyar al que viene de abajo. Esa emoción se repitió en otros deportes que veía, como el boxeo o el rally. Siempre apoyando al que desafía las probabilidades.

Además, Francia 98 me dejó otra huella: el videojuego. Para mí, el FIFA 98 en PC fue el mejor que jugué. Con su mítica intro de Blur (“Song 2”) y el modo de clasificación para el Mundial, me hizo sentir que yo también podía estar en la cancha, aunque fuera con un teclado en las manos.

2002: Gadgets, Copán y una radio que lo cambió todo

Segundo año de colegio. Es 30 de mayo de 2002. Son las 6:00 a.m. en Honduras y estoy subiendo a un viejo autobús escolar amarillo junto a mis compañeros. Vamos rumbo a Copán Ruinas, en lo que para muchos era un viaje académico, pero para mí era mi primera aventura sin mi familia. El corazón me latía como loco.

Mientras nosotros cruzábamos montañas, al otro lado del mundo se inauguraba el Mundial Corea-Japón 2002. Era un evento histórico: la primera vez que dos países lo organizaban juntos, y además en Asia. Pero en ese momento no teníamos cómo enterarnos.

Recordemos: es 2002. No hay teléfonos inteligentes. Y mucho menos en un colegio público hondureño. El bus no tenía más sonido que el motor jadeante al subir cuestas. Pero entonces, una parada inesperada lo cambió todo.

Llegamos a una gasolinera Texaco. Entré con unos lempiras en el bolsillo y salí con mi primer radio reproductor portátil. No tenía más funciones que sintonizar AM y FM, usando los audífonos como antena. Pero era semi-transparente, podías ver sus circuitos, sus piezas internas, ¡era como tener magia en las manos!

Ese pequeño gadget fue mi puerta a un nuevo mundo. Pasé las siguientes horas del viaje sintonizando cualquier emisora que hablara del Mundial. Y entonces llegó la noticia: Senegal había vencido a Francia, el campeón defensor. Otro “underdog”, otra historia improbable que me hizo vibrar.

Me enamoré de ese radio. Y creo que ahí nació mi pasión por los dispositivos electrónicos, los gadgets, los cables, la tecnología. Todo por querer saber qué pasaba en un partido a miles de kilómetros de distancia.

2006: Primeros pasos en la independencia y una nueva forma de ver el mundo

Para Alemania 2006, las cosas ya habían cambiado en mi vida. Soy un universitario, y el mundo lo vivo de manera distinta a cuando Striker iluminó mis ojos en ese calendario de bolsillo. Ahora tengo mi primer teléfono inteligente con acceso a internet. Ya no necesito esperar días para saber qué está pasando; la información me llega en cuestión de horas. Incluso puedo ver los goles en videos cortos, algo impensable años atrás.

En este Mundial, no solo el fútbol era lo importante para mí. Había algo más: la música. Para ese entonces, ya llevaba años escuchando a Rammstein, una banda alemana de metal industrial que me tenía enganchado no solo con su música, sino con su cultura. Quise entender más de Alemania, de su historia, de su idioma, y eso me llevó a disfrutar aún más de cada partido jugado en suelo alemán.

Recuerdo ver la final entre Italia y Francia, y claro, el inolvidable cabezazo de Zidane. Pero, si soy sincero, mi mente estaba en otro lugar. La independencia universitaria me había abierto puertas a un mundo lleno de sueños, metas, y la ambición de cambiarlo todo. La Universidad Nacional Autónoma de Honduras, enclavada entre montañas, era el lugar donde comencé a forjar mi propio camino.

2010: Mi primer Mundial como hombre casado

Sudáfrica 2010 fué inolvidable. No solo por ser el primer Mundial celebrado en el continente africano, ni por el “Waka Waka” que aún resuena en nuestras cabezas cada vez que alguién menciona esa edición. Fué especial porque fué mi primer Mundial como hombre casado.

Recuerdo con nitidez cómo mi esposa trabajó como edecán en un evento de la Copa del Mundo que se realizó en Expocentro. Fue ahí donde se tomó una foto con el trofeo, y en ese instante, algo dentro de mí se ancló para siempre a ese recuerdo. No soy el hombre que vive pegado a los partidos o que se pierde cada fin de semana en un estadio, pero cada cuatro años, cuando llega el Mundial, me transformo.

Veo los partidos con más emoción, con más consciencia, y quizá también con más nostalgia. Honduras estaba presente ese año, y aunque nuestra participación fué dura, el orgullo de ver nuestra bandera ondeando en ese torneo global es difícil de describir.

Curiosamente, también recuerdo otro detalle que, con el tiempo, confundí. En mi mente, este Mundial estaba relacionado con un compañero de trabajo de una escuela donde laboré, quien me introdujo a la cumbia argentina, especialmente la cumbia villera. Él era el encargado de bodega, y yo, el de informática. Fue una conexión auténtica, musical. Pero la memoria a veces nos juega bromas: ese trabajo llegó en 2011, así que probablemente este recuerdo pertenece más a los Juegos Olímpicos del 2012. Aún así, lo dejo aquí, como parte del collage emocional que este Mundial representa.

2014: Un año gris con destellos de esperanza

Brasil 2014 fué un Mundial al que llegué con menos entusiasmo. Había muchas cosas pasando en mi vida que me tenían distraído, abrumado incluso. No recuerdo partidos memorables ni goles impresionantes. Lo que sí recuerdo es que ese año, después de mucho esfuerzo, mi esposa y yo logramos comprar nuestro primer carro.

Era un carro usado, golpeado, viejo… pero para nosotros era hermoso. Habíamos soñado con tenerlo desde hacía tiempo, imaginando los viajes, las salidas, las pequeñas libertades que trae moverse sin depender de nadie más. Y aunque venía con más problemas de los que uno quisiera —mecánicos, eléctricos, de paciencia— nos regaló recuerdos que hoy nos hacen sonreír. Puedo recordar muy bien un viaje a la Playa de Tela, me fui estresado cansado y pensando más que en en el trabajo, pero llegamos sin rumbo y sin maleta, a ver el ocaso, sinceramente fué hermoso (aunque ese fué en 2016) pero el carrito no nos dejo llegar a casa, se apagó saliendo de Tela y pasamos la noche ahi, pero fué un viaje maravilloso que 10 años después guardo en mi corazón.

La magia de los Mundiales

Cada Mundial ha sido, para mí, mucho más que fútbol. Ha sido un reflejo de la vida misma: momentos de esperanza, derrotas que nos enseñan a levantarnos, victorias que nos hacen sentir invencibles. En cada torneo, he encontrado una parte de mí, ya sea en los gritos de alegría de un gol, en la frustración de una derrota inesperada o en el simple hecho de compartir con los que amo, un instante de comunión que se graba en el alma.

El fútbol, con su capacidad de unir, de emocionar, de despertar pasiones, ha sido el hilo conductor de mi vida, marcando ciclos que me han llevado de la niñez a la adultez. Y a medida que avanzan los años, los Mundiales se vuelven más que partidos, más que trofeos o goles. Se convierten en lecciones de vida, en testigos de mi crecimiento personal, de mis sueños, mis luchas y mis conquistas.

Quizás no sea un fanático tradicional, el tipo que nunca se pierde un partido o el que sigue la liga día a día, pero cada cuatro años, cuando el balón comienza a rodar en el Mundial, sé que allí estoy yo, viviendo una nueva página de mi historia, donde el fútbol y la vida se entrelazan, como si el destino también jugara al son de un balón.

Así, con cada Copa del Mundo, he aprendido que la verdadera magia no está en el resultado final, sino en el viaje, en las memorias que vamos tejiendo, en los recuerdos que, aunque se difuminen con el tiempo, siempre permanecerán en el corazón.

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